Familias cristianas: anunciar vida en una cultura de muerte

por Maria Elena Mamarian de Partamian

«El ladrón viene solamente para robar, matar y destruir; pero yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10:10 VP)

Recientemente fuimos sacudidos por una noticia periodística: en una localidad del conurbano bonaerense fueron asesinados los miembros de una familia (esposo, esposa y la mamá del hombre) cuando estaban en su casa quinta. Inmediatamente se supo que el homicida había sido el joven hijo del hombre, quien tan sólo tiene 18 años, con la complicidad de un amigo. Al respecto, una nota publicada en un importante periódico del país, titulada «La muerte afectiva de la niñez», dice en uno de sus párrafos:

“En nuestra experiencia como peritos en casos de parricidio encontramos la existencia de una constante, que es la presencia de los denominados cuadros de filicidio psíquico, es decir, primero la “muerte” emocional y afectiva en la niñez o en la adolescencia. Sólo alguien que ha sido derrumbado desde el punto de vista vincular puede quedar “entrampado” en este vínculo siniestro con el imaginario de la muerte”. (1)

 

Más allá del caso extraordinario que nos conmueve, cada día asistimos, como espectadores y protagonistas, a múltiples expresiones de esta cultura de muerte y desintegración social. Dicha cultura se instala también en las familias y socava sus mismos cimientos. Abarca desde el egoísmo en todos sus matices, falta de compromiso en los vínculos, ausencia de comunicación, abandono emocional y físico de los niños, desconocimiento de toda autoridad o abuso de la misma, religiosidad sin verdadera espiritualidad, hasta la infidelidad en todas sus formas, violencia, abusos de todo tipo sobre los más débiles e indefensos, materialismo, engaño, rupturas, el ejercicio desenfrenado de una sexualidad hedonista desprovista de amor, marginación de los más débiles, abandono de los enfermos y ancianos, etc. Las familias cristianas no escapan a esta realidad.

 

Sin intención de dar una visión apocalíptica de nuestro tiempo, la descripción que el apóstol Pablo hace en 2 Timoteo 3:1-5, se ajusta asombrosamente a la realidad familiar presente, dando a la vez un diagnóstico espiritual de la situación. Sintetiza: “Buscarán sus propios placeres en vez de buscar a Dios. Aparentarán ser muy religiosos, pero con sus hechos negarán el verdadero poder de la religión” (vs.4b, 5).

 

“… en vez de buscar a Dios”. Descripción y denuncia a la vez. Nuestra sociedad occidental y posmoderna se ha olvidado de Dios y sus parámetros, y tal alejamiento produce muerte en el plano psíquico, físico, espiritual, relacional. ¿También los cristianos hemos olvidado de Dios? ¿Nos hemos hecho esclavos del sistema en el que vivimos? ¿Hemos dejado, deliberadamente o no, los caminos de Dios en lo que se refiere a la vida familiar? Nuestro Padre Celestial se lamenta por nuestra condición y no concibe que habiendo sido libres nos hayamos esclavizado. En las palabras del profeta: “Mi pueblo ha cometido un doble pecado: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se hicieron sus propias cisternas, pozos rotos que no conservan el agua… Israel no es un esclavo; él no nació en la esclavitud. ¿Por qué pues, lo saquean?… Esto te ha pasado por haberme abandonado a mí, que soy el Señor tu Dios y que te guiaba por el camino”  (Jeremías 2: 13, 14, 17).

 

No obstante, su lamento no concluye en reproche, sino en una opción de restauración: “El Señor dice a su pueblo: Párense en los caminos y miren, pregunten por los senderos antiguos, donde está el mejor camino; síganlo y encontrarán descanso… y les dije que se portaran como yo les había ordenado, para que les fuera bien” (Jeremías 6:16; 7:23).

 

¡Cuántas cosas hoy se intentan para que a los individuos y a las familias les vaya bien! Libros de autoayuda que inundan los mercados; gurúes de todo tipo que ofrecen sus recetas salvadoras, adivinación y magia en todos las presentaciones posibles; oferta de “palabras autorizadas” (desde los profesionales que nos digan cómo enfrentar los nuevos desafíos de la época hasta los pastores que “nos oren”). Sin embargo, los “nuevos desafíos” son en realidad los “viejos desafíos”: encontrar el camino que Dios ha trazado para su pueblo y atender su voz, para aplicar su consejo a las complejas y diversas situaciones que plantea nuestro tiempo. Dios siempre marcó las diferencias de criterio, de objetivos y de costumbres que debía exhibir su pueblo respecto a los demás pueblos.  “El Señor dice: no sigan el ejemplo de otras naciones…” (Jeremías 10: 2);  “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir…” (Romanos 12:2).

 

Los resultados de vivir bajo los parámetros de Dios son salud y vida. “Pongan en práctica mis leyes y decretos. El hombre que los cumpla, vivirá. Yo soy el Señor” (Levítico 18:5). “Les aseguro que quien hace caso de mi palabra, no morirá” (Juan 8: 51). Esto no significa que las familias cristianas sean perfectas o estén exentas de problemas y sufrimiento, pero sí significa que deberen reflejar la luz y la vida que caracterizan a los hijos de Dios, aún en medio de la realidad de la imperfección y el dolor. El propósito no es adjudicarse el crédito, exhibiendo resultados que nos hagan soberbios y nos lleven a sentirnos superiores a los demás, sino reconocer en todo la obra redentora de Dios.

 

La “cultura de vida” que Dios desea de un pueblo que le honra y sirve tienen que ver con el amor puesto en acción: la forma respetuosa en que nos tratamos, el ejercicio de una autoridad responsable y que cuida, la protección de los más débiles y necesitados, la promoción de la dignidad y el valor de la vida humana en todas sus formas, la solidaridad que caracterice nuestras acciones, el compromiso con la vida de nuestro prójimo, la voluntad para ser la voz de los que no tienen voz, para denunciar la injusticia y la opresión, para ser luz donde hay oscuridad.

 

Las familias cristianas están llamadas no sólo a funcionar bien para su propio beneficio, sino a ser una influencia positiva, llena de vida, en la sociedad en la que está inserta. Tiene un llamado a ser diferente, a escuchar y transmitir la voz de Dios, a ser una fuente de inspiración y ayuda a una sociedad enferma, en crisis, en decadencia, que va hacia la muerte. Es un llamado a tener protagonismo social, a ocupar espacios con un estilo diferente, el estilo de Dios. Para ello, la familia debe vivir los principios de Dios y no solamente conocerlos o enunciarlos, comprometiéndose con los problemas sociales de su medio. Esto es válido para la familia humana y también para la familia de Dios. Deben ser la expresión viviente del amor de Dios por el hombre.

“Que el Señor tenga compasión y nos bendiga, que nos mire con buenos ojos, para que todas las naciones de la tierra conozcan su voluntad y salvación” (Salmo 67: 1 y 2).  “Pero ustedes son una familia escogida… para que anuncien las obras maravillosas de Dios, el cual los llamó a salir de la oscuridad para entrar en su luz maravillosa” (1 Pedro 2:9).

Notas

(1)    La Nación, 15 de enero de 2004. La muerte afectiva de la niñez, por Ana María Cabanillas, profesora adjunta de la cátedra de Psicología Forense de la UBA y asesora de la Defensoría General de la Nación.

Citas bíblicas tomadas de la Versión Popular

Maria Elena Mamarian de Partamian, argentina, psicóloga, docente de EIRENE y coordinadora del Centro Familiar Eirene.

Artículo tomado de la Revista Kairós (www.kairos.org.ar)

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