por María Elena Mamarian
“Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo ya estaba escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos” Salmo 139:16
Estaba buscando un artículo que había preparado hace un tiempo… Estimaba que lo había escrito hace unos 8 años. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando vi que databa de 1996! ¡Unos 15 años habían pasado! Con razón, a veces decimos: “el tiempo pasa volando”.
Es una obviedad decir que cada día de nuestra vida tiene 24 horas. Sin embargo, la vivencia del paso el tiempo es subjetiva. A medida que avanzamos en nuestra edad, vamos tomando mayor conciencia de estar acercándonos al límite de nuestra vida terrenal, y nos parece que el tiempo corre más velozmente. También sentimos que los días placenteros pasan más rápidamente que los tiempos de sufrimiento y de dolor. Nos parece que transcurre una eternidad mientras esperamos que un deseo ferviente se cumpla.
Junto con la realidad de la fugacidad de la vida, también debemos admitir la realidad de nuestra fragilidad. Por momentos, podemos sentirnos el centro del universo cuando una especie de omnipotencia nos invade. Muy pronto caemos en la cuenta de nuestra vulnerabilidad y junto con el salmista acordamos: “El hombre es como la hierba, sus días florecen como la flor del campo…” (Salmo 103:15).
Un viejo coro que cantábamos en la época de mi juventud, decía: “hoy estamos y mañana no, como la hierba mi vida es”. Eran años donde no tenía demasiada conciencia de la realidad del paso del tiempo ni tampoco de la fragilidad humana.
El salmista alude a ambos aspectos al expresar: “Hazme saber, Señor, el límite de mis días, y el tiempo que me queda por vivir; hazme saber lo efímero que soy. Muy breve es la vida que me has dado; ante ti, mis años no son nada. Un soplo nada más es el mortal” (Salmo 39:4, 5).
Dado que todos sabemos que un día vamos a morir, es una inquietud humana preguntarnos –y también preguntarle a Dios- cuánto tiempo vamos a vivir y de qué modo vamos a morir. En su infinita sabiduría, Él no nos revela este dato. Evidentemente no es bueno para nosotros y debemos aceptar vivir sin esta respuesta, en plenitud, porque es más importante saber cómo usaremos nuestra vida que saber cuándo o cómo vamos a morir.
Pensar en la fugacidad y en la fragilidad de nuestra vida no debe opacar la importancia de nuestros días en esta tierra. Tampoco debemos dar lugar a la angustia por lo que pueda sucedernos, o a la amargura esperando el día de nuestra muerte.
Por el contrario, cuando le pedimos a Dios, el Creador del tiempo y de la vida que nos enseñe “a contar bien nuestros días, para que nuestro corazón adquiera sabiduría” (Salmo 90:12), estamos reconociendo que cada día es valioso, pasajero pero lleno de posibilidades.
Pensemos en la vida de Jesús en la tierra. Desde alguna perspectiva, una vida breve. Desde algún punto de vista, poco “exitosa”, en término de logros humanos. Sin embargo, vivió su vida cargada de propósito, completando la tarea que su Padre celestial le había encomendado.
Del mismo modo, cada momento de nuestra vida en la tierra es una oportunidad de cumplir con el propósito que Dios tuvo al crearnos y de desarrollar nuestra humanidad, pareciéndonos a Cristo. ¡Sublime tarea la de nuestro peregrinaje terrenal, único e irrepetible!
Oración: «Señor, te damos gracias porque los tiempos de nuestra vida están en tus manos. Gracias porque nos recuerdas que nuestros días son como la flor del campo, pero que tu amor es eterno (Salmo 103:17), y nos cubrirá más allá de nuestra experiencia terrenal. Que podamos vivir en plenitud y con confianza cada día de la vida que nos das, cumpliendo con el propósito que tienes para cada uno de tus hijos y de tus hijas. Amén.